Autor, Jaime Andrés Cubillos Ballesteros
Introducción
Crecí ensimismado en una realidad paralela que evitó que de niño o adolescente saltara por una ventana o frente a un bus debajo de un puente peatonal. Cuando mi intelecto se había desarrollado lo suficiente como para medio captar que las golpizas y maltratos verbales de mi padre no eran mi culpa y que mi familia disfuncional era una familia maravillosamente fuerte que a pesar de haber sido reducida durante tantos años por el miedo a la ira, resultado del maltrato y manipulación que mi padre había recibido también en su infancia, nació en mí una extraña necesidad de encontrarle salida al dolor. El peso de la injusta vergüenza, del machismo católico hipócrita y de la invisible depresión que nadie quiere encarar en Colombia, vertieron esa energía radical de querer gritarle a los mil vientos que sentía dolor, que había sobrevivido una infancia de llanto, que ser maltratado por tu propio padre no debía ser tan normal como no ir a trabajar cuando juega la selección, aceptar sin vergüenza que cuando algo se rompe, se busca la manera de repararlo. Pero no encontré una forma de hacer que mi voz dejara mi garganta.
Salí del país por un año, conocí la nieve y sin planearlo encontré el sonido en mis propios dedos; la hoja en blanco se reveló ante mis ojos como una primera oportunidad de mostrar ese mundo paralelo que evitó mi suicidio. Regresé y completé mi educación, terminé de vivir esa época de estudios superiores que me dieron las herramientas que fui depurando y humildemente utilizando para darle tono a mi voz. Conocí a un Cortázar del que aprendí todo sobre engranajes suizos, me dejé fascinar por la perfección literaria de los cuentos en los que nada debe sobrar ni hacer falta. Conocí a un Arlt en el que vi la desdicha y dicha de saberse diferente. Conocí a un Allan Poe que me reveló que sin oscuridad no hay luz, que sin los demonios jamás habría dioses. Conocí que, por siglos, las letras que de antaño fueron voces, han sido una llama que nos ha iluminado desde siempre.
La vida siguió y como muchos Colombianos lo dejamos todo atrás para tratar de escapar a los lugares más alejadamente posibles de nuestras penas, con la inocente idea de comenzar de nuevo sin seguir arrastrado nuestro dolor. Lejos, donde ir al dentista es tan normal como ir al psicólogo, la vida se convirtió en la aventura diaria de sobrevivir, de hacerse alguien, de crear tu propia familia, de engendrarte en alguien que amaste y que juntos o separados hemos criado un hijo hermoso con que rompí el ciclo de violencia que tuve que sufrir.
Por más de dos décadas ya, he puesto mis experiencias e imaginarios anónimamente en los personajes y situaciones de mis relatos. En alguna mañana de mi exilio dejé de sentir pena de mí mismo y de mis experiencias. Algunos de mis personajes abiertamente tomaron mi rostro, otros siguen vagando en sus propios mundos paralelos, pero lo más importante, finalmente están aquí para contarte.
Crecí escuchando que la naturaleza era lo verde alejado de la ciudad. Una guerra civil de medio siglo, colombiano contra colombiano, obligaron a que el gris de la ciudad fuera lo único que había tenido a mi alrededor. Mi naturaleza fue lo vivo en lo inerte del asfalto, el ladrillo y el concreto. Relatos de mi Bogotá, de mis cortas excursiones fuera de ella, irónicamente a otras ciudades, clandestinamente a un par de pueblos cercanos, con nostalgia al indomable mar Caribe y de mi nuevo hogar que tuvo que hacerse partícipe; Nueva York también alcanzó a dejar su garabato estampado en el cemento fresco de un andén que nadie estaba vigilando.
Bienvenidos al lugar del no tan frío gris.